Vivimos atrapados en una carrera constante contra el reloj. Las agendas se llenan solas, los días se desbordan de tareas, y hasta el descanso se convierte en un espacio que sentimos que debemos justificar.
¿Te has dado cuenta de que incluso el tiempo libre ya no es verdaderamente libre? Nos sentimos culpables si no hacemos algo “útil” con él. Cursos, entrenamientos, lecturas pendientes, quedadas, listas de objetivos. La pausa ha sido sustituida por la productividad disfrazada de ocio.
Esta obsesión por aprovechar cada minuto tiene nombre: cronopatía. Es la necesidad compulsiva de estar siempre ocupados, de llenar todos los huecos, de no parar. Y, sin darnos cuenta, vamos perdiendo algo esencial: el espacio interior, el vacío fértil desde donde surgen la calma, la creatividad y la conexión con uno mismo.
Lo curioso es que, cuanto más intentamos controlarlo todo con nuestra agenda, menos sensación de control tenemos sobre nuestra vida. Vamos en piloto automático, corriendo de un punto a otro, sin tiempo para preguntarnos cómo estamos, qué necesitamos o hacia dónde queremos ir.
Pero no todo está perdido. Cada vez más personas empiezan a cuestionarse este ritmo impuesto. La generación más joven, por ejemplo, empieza a poner el foco en el equilibrio y la calidad de vida. Tal vez sea hora de recuperar algo que se nos ha escapado: el derecho a parar, a aburrirnos, a estar sin hacer.
Porque parar no es perder el tiempo. Es recuperar el poder sobre él.